En términos de PIB, el shock supondrá una
corrección durante 2020 muy significativa (en
torno al -4,4%), con divergencias significativas
entre regiones, lo que elevará el nivel de
desempleo a escala global (el Fondo Monetario
Internacional estima que se perderán 400 millones
de empleos globalmente) y ampliará la brecha de
la pobreza. Esto implicará que, en términos de
renta disponible, sea previsible que a escala global
se pierdan las ganancias de la clase media
acumuladas desde el inicio del milenio, en
especial en América Latina.
Por otra parte, en términos de los efectos
financieros, el shock podrá implicar problemas de
financiación de la cuenta corriente de muchos
mercados emergentes, presionando su tipo de
cambio y erosionando sus reservas. Asimismo,
podrá distorsionar el precio de muchos activos
que actúan como refugio (oro, bonos soberanos,
etc.), así como alterar las preferencias de
inversión internacional en virtud de un creciente
efecto «crowding out». Además, el shock propiciará
la permanencia de un entorno de volatilidad y
fragilidad financieras, así como la distorsión del
correcto funcionamiento de los mercados tanto
por los efectos de la crisis per se como de las
medidas tomadas para atajarla por parte de los
gobiernos y bancos centrales.
Y, finalmente, la propia naturaleza de esta crisis
económica hace que la incertidumbre sea elevada,
lo que se aprecia en las confianzas de productores
y consumidores, a la vez que trasciende a la
percepción del riesgo global y sus derivados
regionales (índices VIX de renta variable y EMBI de
bonos de mercados emergentes). Este fenómeno
es perceptible en la gestión de las carteras
globales y en la migración masiva de flujos que se
experimentó desde inicios de la pandemia, en
consonancia con el repunte de la prima de riesgo
emergente, alterando las entradas netas de flujos
de cartera en países claves para la financiación de
su cuenta corriente.
En la actualidad, la aversión al riesgo se mantiene
elevada, aunque se ha moderado, y los flujos de
financiación se sitúan en el nivel alcanzado en
abril, deteniendo su deterioro, en buena parte,
gracias a la acción de los bancos centrales en los
países desarrollados. Además, a esta
incertidumbre se suma la posibilidad en este
momento de que se manifiesten riesgos nuevos,
que aún son desconocidos, pero que pueden estar
motivados por la interacción de los riesgos
preexistentes y la crisis activada por la pandemia
del COVID-19.
A partir de lo anterior, la cronología del desarrollo
de la crisis provocada por la pandemia puede
entenderse en dos fases.
Primero, una fase de contención (durante el
segundo y tercer trimestres de 2020), la cual ha
estado marcada inicialmente por el
distanciamiento social y restricciones a la
movilidad. Durante esta fase, se presentaron
shocks de oferta sobre las cadenas de valor
globales, restricciones a la demanda, en especial
de servicios, y una elevada incertidumbre que
produjo aumentos en la tasa de ahorro y caída del
consumo.
No obstante, a medida que las restricciones se
flexibilizaron y la política económica (monetaria y
fiscal) mostró sus efectos, la situación mejoró
hasta el punto en que, en general, se revisaron
con mayor optimismo las previsiones iniciales de
crecimiento económico para el 2020.
Y, segundo, una fase de transición (que se
extendería desde el último trimestre de 2020 y a lo
largo de todo 2021), durante la cual el mundo se
adentraría en una segunda ola de contagios, con
aumento del número de casos de coronavirus y,
consecuentemente, de las restricciones
nuevamente, y con efectos dispares sobre la
actividad global dependiendo de la especialización
y del renovado pesimismo de consumidores y
productores. Además, esto ocurriría en un entorno
de menor margen monetario y fiscal para activar
políticas públicas y, por lo tanto, una menor
capacidad para sorpresas positivas en el futuro.
De esta forma, el largo plazo estará dominado por
tres elementos que caracterizarán la nueva
normalidad en el desempeño de la economía
global: (i) niveles sustancialmente mayores de
deuda; (ii) menor crecimiento económico de largo
plazo, y (iii) menor participación del mercado en
favor del sector público y los bancos centrales.
Para 2021, sin embargo, es previsible un repunte
en el crecimiento económico global que llevará a
la actividad a crecer alrededor del 5,2%, pero con
diferencias sustanciales entre países y regiones.
En este sentido, cabe esperar un crecimiento en el
entorno del 6,0% en los mercados emergentes y
un crecimiento cercano al 3,8% en los países
desarrollados.
Este es el escenario central, aunque la
incertidumbre derivada de la gestión de la
pandemia, así como los riesgos existentes y por
emerger, podrían conducir a un escenario más
adve1rso.