La gran ausente en América Latina
Manuel Aguilera
De acuerdo con datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, mientras que en el periodo 1950-1979 la tasa de crecimiento promedio anual del PIB se situó en 5,5%, para 1980-2009 esta había descendido al 2,7%, y entre 2010 y 2023 fue únicamente del 1,6%.
Mucho se ha escrito sobre los problemas estructurales que mantienen atrapado el desarrollo de América Latina. Si bien variables como la hiperinflación y el crecimiento poblacional que la agobiaron el siglo pasado son cuestiones que han conseguido ser mitigadas, otras como los insuficientes niveles de ahorro e inversión, la baja productividad, la dependencia de la exportación de materias primas, la informalidad laboral y la desigualdad social siguen siendo temas no resueltos. A estos se suman otros que han emergido con el nuevo siglo como son los efectos del envejecimiento poblacional, la transición energética y la reducción de la brecha digital, así como temas en materia de democracia, gobernabilidad e inseguridad pública. Asimismo, de la mano del diagnóstico, se ha escrito también abundantemente sobre las reformas estructurales necesarias para sobreponerse a esos problemas y hacer realidad el incuestionable potencial de la región. Y, a pesar de todo ello, el letargo persiste.
¿Qué hace falta para romper esta tendencia secular?
Además de las recetas estructurales, tal vez sean necesarias dos cuestiones de naturaleza estratégica. La primera, dejar de concebir a América Latina como un conglomerado uniforme de naciones llamadas a un futuro común. Y la segunda, la presencia de un factor que, ante la ausencia de las fuerzas endógenas necesarias, genere exógenamente el momento de cambio que resulta indispensable.
En su Carta de Jamaica de 1815, Simón Bolívar planteó que, al compartir origen, lengua y costumbres, América Latina debiera convertirse en “una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo”. Paradójicamente, quizá con esta noción —que ha sido el mantra latinoamericanista por excelencia— el Libertador haya creado uno de los principales obstáculos para tener una visión objetiva sobre lo que puede ser el desarrollo de la región. Y es que, lejos de que la realidad converja en el “sueño bolivariano”, esta diverge cada día más, sugiriendo que tal vez la idea de una Latinoamérica como destino común es sencillamente una quimera.
El deterioro de la región vista como un todo enmascara realidades muy distintas. Algunos datos lo confirman. Mientras que el crecimiento promedio anual del PIB en Panamá en lo que va del siglo ha sido del 5,5%, en México fue de apenas el 1,5%; la población en situación de pobreza extrema es del 0,3% en Uruguay, en tanto que en Honduras significa el 34,4%; los habitantes en hogares que viven en hacinamiento representan el 5,8% en Costa Rica y el 39% en El Salvador; el porcentaje de hogares con servicios de agua, electricidad y saneamiento alcanza el 98,8% en Chile, mientras que el indicador es de solo el 50,2% en Bolivia. Incluso en el terreno de la percepción institucional, mientras que el 79% de la población de Uruguay cree que la democracia es la mejor forma de gobierno, en Ecuador tan solo lo hace el 38%.
Es cierto que los países latinoamericanos comparten problemas estructurales, pero esos obstáculos tampoco son sustancialmente distintos de los que han enfrentado otras naciones del mundo en su etapa emergente. Lo que sí difiere es que en América Latina parecieran haberse agotado los mecanismos endógenos para superarlos y que se requiere de algún factor exógeno que cree las condiciones para conseguirlo. De hecho, otras naciones, como las de menor desarrollo relativo en Europa, encontraron en la acción de la Unión Europea ese impulso externo que contribuyó a cortar el nudo gordiano que las tensiones sociales y políticas internas tejen para crear una problemática, a primera vista, irresoluble.
¿De dónde puede provenir ese impulso exógeno para América Latina?
Desde la visión intrarregional, difícilmente se generará a partir de tentativas por crear alianzas que, inspiradas más en la idílica integración bolivariana que en necesidades económicas concretas, suelen desentenderse de la lógica de las cadenas de valor globales. Y, desde la perspectiva del mundo que circunda a Latinoamérica, tampoco derivará de proyectos de cooperación que muchas veces semejan más bien intentos por sanar heridas del pasado colonial. Por frío que parezca el argumento, en el mundo en que vivimos esa exogeneidad solo puede provenir de las relaciones económicas y comerciales que unas naciones establecen con otras para conseguir un beneficio mutuo.
Aquellos polos económicos globales, como Estados Unidos y China, que no miran a América Latina con los ojos de quien intenta saldar deudas históricas, sino con una visión pragmática que identifica naciones con el potencial para convertirse en contrapartes comerciales y económicas, van claramente a la cabeza. Mientras tanto, Europa —que por verdadera afinidad cultural e histórica debiera estar al frente— sigue un paso atrás, sosteniendo una agenda que, si bien es plausible al intentar abordar aspectos que van más allá de la simple relación económica, en la práctica la coloca muy lejos de convertirse en el factor que contribuya a superar los seculares problemas que maniatan el futuro de la región. Europa sigue siendo la gran ausente en América Latina; ausente en la concreción de alianzas de largo plazo que aprovechen en beneficio común las potencialidades específicas, no de la región, sino de los países que la integran, y, con ello, en ser el factor que acerque a Latinoamérica a algo que quizá no sea el “sueño bolivariano”, pero sí el de una región más próspera y justa.
Artículo publicado en El País el 11 de agosto de 2024.