ECONOMÍA| 08.04.2022
La deslocalización y el desabastecimiento, riesgos de la economía globalizada
La economía mundial nunca había estado tan interconectada como lo está hoy en día. Las cadenas de producción se han repartido por todo el globo, de modo que si se sigue el rastro a un bien complejo como puede ser un vehículo o un ordenador, es más que probable que en su fabricación hayan estado implicados decenas de países y varios continentes. Materias primas de lugares diversos, distintas fábricas que se especializan en cada uno de sus elementos, ensamblaje en otra planta, y un producto final que puede acabar en el garaje o el salón de un consumidor final a miles de kilómetros.
Toda esta cadena depende a su vez del transporte global, que se da mayoritariamente por vía marítima en grandes buques cargueros. ¿Y qué sucede cuando algo falla en esta compleja red de distribución? En 2021 se produjo una crisis de suministros sin precedentes modernos, que colapsó las conexiones de transporte y dejó millones de contenedores parados en los puertos de medio mundo. Los conflictos y tensiones internacionales, como se está viendo tras la invasión de Ucrania, también pueden alterar profundamente los intercambios que determinan la producción a nivel global.
La deslocalización industrial es uno de los fenómenos que ha caracterizado la economía de las últimas décadas, y se ha producido principalmente desde las regiones más desarrolladas hacia países donde los costes laborales son más bajos, con Asia como destino mayoritario. En el mundo globalizado, ya nadie produce desde la materia prima hasta el producto final. Este desplazamiento ha abaratado la producción, lo que ha permitido hacer más accesibles muchos bienes de consumo, pero ha hecho enormemente dependientes a las naciones que más han deslocalizado, y que además, en general, ya dependían de las importaciones de materias primas.
Cuando el reciente atasco en el transporte global provocó retrasos de meses en las entregas de materiales, los fabricantes de medio mundo se encontraron en una situación insólita. La demanda de sus productos estaba disparada tras los peores momentos de la pandemia -a diferencia del patrón habitual del resto de crisis, cuando sucedía lo contrario-, pero no podían dar una respuesta porque los componentes que necesitaban para poner en marcha su maquinaria no llegaban a tiempo. El resultado: parones de producción en las fábricas, obligadas a reducir turnos o directamente a mandar a sus trabajadores a sus casas durante semanas.
Este problema ha tenido su mayor exponente en los semiconductores, que básicamente son el elemento central de los chips. Mientras que cada vez más aparatos se han ido haciendo “inteligentes”, lo que conlleva multiplicar el uso de estos chips, su producción se ha ido concentrando en unos pocos países; de hecho, más de la mitad de la fabricación mundial se reduce a solo dos países, Taiwán y Corea del Sur. Además, la pandemia había aumentado su demanda para equipos informáticos, por tendencias como el teletrabajo o el mayor consumo de ocio basado en la tecnología.
Frente a otro tipo de materiales, cuya falta puede suplirse en un momento puntual acudiendo a mercados alternativos aunque a precios más altos, el desabastecimiento de estas pequeñas piezas dejó al descubierto la dependencia y las limitaciones de este modelo de importación: ni las fábricas podían adaptarse en plazos razonables a un incremento de la demanda, ni la flota mercante existente daba abasto ante la necesidad de un mayor flujo de bienes en circulación. Esta situación caótica reflejó que, situadas al final de la cadena de producción, muchas empresas y naciones eran muy vulnerables ante una interrupción del suministro. El golpe de realidad que supuso la abrupta interrupción de suministros explica las millonarias inversiones que han anunciado las autoridades europeas y de países como España para comenzar a fabricar microchips y otros componentes industriales.
No obstante, mientras que la crisis en el transporte ha afectado de lleno al sector asegurador, estas dificultades en la industria lo han hecho principalmente de manera indirecta. Y es que la posibilidad de que se retrasen los suministros es un riesgo empresarial, que ha aumentado con la tendencia a la deslocalización y a recurrir a proveedores de países como los asiáticos, pero no uno achacable a causas accidentales por el que las aseguradoras deban abonar indemnizaciones. Es una regla con matices: el encallamiento del portacontenedores Ever Given en el canal de Suez, que colapsó el tráfico marítimo durante una semana, sí es considerado un hecho súbito, y por tanto compete al seguro.
El sector tampoco ha sido ajeno a una situación que ha ocupado portadas en medios de comunicación durante meses. Por ejemplo, en caso de un incidente en una fábrica asegurada en Perú, la póliza cubre la reposición del equipo dañado, como puede ser una turbina made in China. Como toda esta operación depende del transporte, el atasco del último año la ralentiza e incrementa el coste del siniestro para una aseguradora, ya que debe indemnizar por el número de días que esté parada la producción a causa de la falta de ese equipo, y se puede ver en la necesidad de transportar la pieza en avión, con un coste muy superior al de hacerlo por barco. Pero, en general, lo que se ha registrado ha sido una caída de las sumas aseguradas por las compañías, que a veces también han renunciado a incluir en sus pólizas la cláusula de pérdida de beneficios para abaratar costes.
Aunque en la economía globalizada intervienen en la producción varios actores, en esta crisis ha habido grandes diferencias en función de la mayor o menor integración. Los sectores más afectados han sido los que más dependen del transporte marítimo y con mayor peso de la tecnología. Frente a un modelo como el de un fabricante de bienes de alimentación, con las materias primas cerca de las plantas industriales, se encuentran los sectores menos integrados, como la automoción, que involucra a productores de todo el globo, y que ha protagonizado las imágenes de fábricas paradas por falta de suministros.
Los grandes fabricantes se han quedado con la parte de la cadena que aporta más valor, el ensamblaje final, externalizando el resto de tareas. Esta redistribución de los centros de producción ha hecho más eficientes los procesos y, por tanto, más baratos los bienes que disfrutan los consumidores. Pero también, como se ha visto, entraña el riesgo de lo que puede suceder si la compleja maquinaria del comercio mundial pisa el freno.
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